Salomé de Lisboa
- Oscar Baeza Pinto
- 17 may
- 24 Min. de lectura
Actualizado: 17 may
Por Oscar Baeza Pinto

Salomé con la cabeza de Juan el Bautista, 1515. Lucas Cranach en Viejo, 61x49,5 cm.
CAPITULO I
Primera frase
Respondió: “Quiero que me des inmediatamente, en un plato, la cabeza de Juan Bautista”. ¿Oíste bien? Evangelio de S. Marcos. No preguntes de quién es la Biblia o como apareció en casa. No lo sé, es algo secundario. Pon atención en la necesidad de verificar, de entender el estremecimiento que sentí, en esta ocasión, al observar la imagen tantas veces mirada. Lo sentí necesario. Era, para mí, importante esta verificación. El retrato de la adolescente, pintado por Lucas Cranach no correspondía, a mi modo de ver, con la frase pronunciada. Sí, también leí Foucault. Las palabras y lo visible, irreductibles una a la otra.
Sabes que soy un visitante asiduo del Museo. Por lo tanto, es obvio que no fue la primera vez que estuve en esa sala, como tampoco ha sido la primera observación de estos personajes retratados. De un lado S. Jerónimo de Durer y del otro, Salomé de Cranach. La novedad ha sido, por un lado, esa inadecuación, entre la frase y la imagen, que no había percibido nunca y, por otro, me sentí, majadera e insistentemente, observado. Mi comportamiento pudo atraer la atención de la funcionaria del Museo. Lo acepto. Ocupé, en un ir venir, diferentes posiciones ante el cuadro de Cranach para construir una amalgama de visiones, unas de visión periférica otras de visión central, pretendiendo, con eso, descubrir alguna mancha, forma o señal que se configurara mágicamente – al modo de la sonrisa de Mona Lisa o de la calavera en Los Embajadores de Holbein – como una respuesta al desasosiego que viví. Nada ocurrió. La asistente del museo, preocupada, no tiraba sus ojos de mi persona y yo, a todas luces, no soy un retrato. Compré, la típica postal de museo con el retrato de Salomé y volví a casa para verificar en esta Biblia, que juro por Dios que no es mía, la frase que he leído.
Segunda frase
Ahora escucha, por favor, esta frase: “No era lógico que fuese atribuido con propiedad a una joven lasciva”. Panofsky no da cualquier posibilidad. Su rotunda afirmación no deja espacio para dudas. La pintura de Maffei, reconocida como siendo de la adolescente, no puede ser una Salomé porque la representación de una espada – nos indica y subraya este autor – no está presente en cualquier tipo de representación que se haya hecho de Salomé. Sin embargo, advierte, se encuentran y conocen representaciones de “Judith” con “bandejas” o “platos” en vez del saco descrito en los relatos bíblicos. No, no volveré a abrir la Biblia. No tengo porque dudar del Sr. Panofsky. Permíteme leerte la frase desde su inicio: “la espada era un atributo honorifico de Judith, de muchos mártires y de virtudes tales como la Justicia, la Fuerza, etc. Y, por tanto, no era lógico que fuese atribuido con propiedad a una joven lasciva.”.
Ahora bien, puedo puntualizar algunos aspectos en lo inmediato. De hecho, me parece prudente escribirlos en el computador. Hay un objeto, la espada, y una cualidad, la lascivia. ¿Qué más, no ves nada más a insinuarse en estas frases? La autoridad. Exactamente, muy bien. Panofsky perito en la materia, distribuye y autoriza, llamémosla provisoriamente, la correcta interpretación. La dificultad en aceptar todo tranquilamente comienza por aparecer cuando se distingue que objetos y cualidades no están, por decirlo de algunas maneras, en el mismo inventario o en el mismo archivo o en el mismo plano. Un objeto se reduce con facilidad a un simple esquema que puede ser reconocido fácilmente, pero una cualidad o una sensación ¡epa! Coloca muchas más variables en juego. Lo sabes perfectamente dado que eres pintor. “Por favor, dibujen o pinten un árbol”. Tendrás respuestas graficas más o menos coincidentes, pero pide que dibujen o pinten la lascivia.
Por lo dicho, paréceme más sencillo y eficaz atribuir un significado consensual, se puede decir: Simbólico, a un objeto, dado su fácil reconocimiento visual, encapsulando así, el posible significado. Estimo mucho más compleja y discutible la operación de imaginería a desenvolver con una cualidad, a pesar de esfuerzos históricos conocidos.
Cuando en 1593 Cesare Ripa publica su “Iconología” fue, lo señalan historiadores, un éxito de ventas. Es verdad, es verdad, su aparición pública sucede 82 años después de Salomé de Lisboa. Aunque Ripa – lo dice él mismo – para la realización de su obra se habría basado en textos recopilados desde la Antigüedad hasta su época. Considerando esta indicación del autor se puede aventurar que Cranach y sus colegas del gremio de los pintores podrían haber tenido acceso a muchos de esos textos también, o, a conversaciones gremiales propias de la disciplina de la pintura que abordaban y discutían este problema: la representación de cualidades. No te voy a leer la descripción de Ripa de cómo debe ser representada, se diría alegóricamente, la lascivia o términos próximos como la lujuria. Es una lectura que podrás realizar tú mismo. Indico, simplemente, que para llevar a cabo esa representación intervienen un sin número de imágenes de figuras, de objetos, de animales y de colores, promoviéndose una diseminación de tal orden – debilitando paralelamente – la pretensión de fijar el significado en un solo objeto. Pido que confíes cuando afirmo que es impracticable la creación de una única imagen fija e inmutable para una cualidad siguiendo las indicaciones y las descripciones recopiladas por Ripa, sin por ello desconocer, la extrema clareza visual, gráfica, de color, que manifiestan. Son, sin duda, transparentes siempre y cuando esa transparencia sea verificada y autorizada por un sujeto capaz. Por la Autoridad que confirma la lectura alegórica en causa. Intentar consensuar la lectura simbólica de una sensación o de una cualidad implicaría una deriva infinita. Una total y manifiesta pérdida de tiempo.
Poco o nada hay en Salomé de Lisboa que remita a las orientaciones alegóricas recopiladas por Ripa. Todavía, no se puede olvidar una serie de pormenores requeridos por el propio relato bíblico, que inviabilizan o dificultan sobre manera, el uso de esas normas en la ejecución de la pintura que abordara Cranach. Sobre todo, uno absolutamente imprescindible: La cabeza decapitada.
Tercera frase (mejor dicho, un primer párrafo)
Este libro, “O Impulso Alegórico, retratos, paisagens, naturezas mortas”, lo vi una primera vez en la librería Bertrand que había en el Centro Cultural de Belem, después, lo encontré en la biblioteca pública de Algés. Fui ahí que solicité su préstamo – solo y apenas – para poder leerte este párrafo. Dice así: “. Pero la significativa fortuna textual e iconográfica que ira prolongar el episodio hasta los días de hoy termina por transferir, de la madre a la hija, el protagonismo de la escena. Desde la Edad Media, crece la idea de una princesa sensual.” – Retiene esta última frase, continúo un poco más adelante –. “La magnifica pieza de Lucas Cranach que nos he ofrecida por el “Museu Nacional de Arte Antiga” de Lisboa parece, en el realismo nórdico de su ejecución (en la perversidad evidente que transmite la mirada de la doncella, desviada de la nuestra, y en la agonía de la mirada muerta de Juan, coincidiendo con la nuestra…), se aproxima ya de lecturas más modernas. Pero esa perversidad es insinuada a través de la propia Belleza” – Belleza en mayúscula, no entiendo por qué. Continúo – “Belleza que (en su cuerpo, gesto y rostro, o más todavía en su vestuario suntuoso) la joven materializa”. – Grava, también, esta última parte –.
Muchas representaciones de Salomé aceptan de buen grado esta lectura, incluso otras hechas por el propio Cranach. También en opera y literatura se manifiesta esta lectura dominante. Salomé como prototipo de la Lolita de Nabokov. Pero, no consigo, no hay caso. No me calza este discurso con la imagen de la que hablo. No veo nada de esto en la imagen fantástica – sí, en eso coincido plenamente con la lectura recién expuesta –. Es, sin duda, una magnifica pieza la que nos ofrece el Museo, pero justamente porque no hay nada de aquello que nos quieren hacer creer y hacer ver. Es una imagen excepcional. Es una imagen que la califico – tal vez pomposamente – como imagen-agujero-negro en donde todo puede perderse. No hay sujeto privilegiado que contenga esta suerte de precipitación en una dispersión que promueve este retrato.
CAPITULO II
Los personajes
He incluido algunas consideraciones anexas y las he guardado en el computador. Sugiero que estes atento a tu correo electrónico. Mi intención es mantenerte al tanto. Son estas:
a) Es sabido que en los evangelios, que abordan y relatan, los acontecimientos que desencadenaron frase tan dura y definitiva, no hay referencias pormenorizadas sobre Salomé. Tanto S. Marcos como S. Mateus son parcos cuando mencionan a Salomé. En sus textos no dan pistas sobre el eventual carácter erótico de la danza efectuada por la adolescente.
b) Hay estudiosos que le atribuyen, a Salomé, entre 11 a 12 años, argumentan, de este modo, que es muy poco probable la danza de cariz sensual. Otros, le asignan los 15 años. Edad en la que se hace más creíble el cariz erótico de la actuación de Salomé.
c) La fama de princesa sensual, como ejemplo de perdición de los hombres, la atribuyen a la interpretación hecha por San Agustín de los acontecimientos en que participa Salomé.
Se desenvuelven, así, lecturas diferentes. La primera no centra en ella la causa de la decapitación, habría sido una víctima de las circunstancias. La segunda, tiene como fondo un componente didáctico, de advertencia: Es, el cuerpo femenino, vehículo principal del pecado y, por tanto, de eventual perdición.
Ahora bien, lo que sí es posible saber leyendo los evangelios es la causa u origen de este episodio. Un drama de carácter marcadamente pasional. Desconozco lo detalles picantes del asunto, sobre el cual, pienso, no debo pronunciarme o tomar partido. Al parecer habría existido un triángulo amoroso que Juan Bautista denunciaba exponiendo públicamente a los intervinientes. Situación, que por lo menos dos de ellos, detestaban: Herodíades o Herodías – he leído ambos nombres refiriéndose a la misma persona –, y Herodes Antipas, el Soberano, El Rey, para simplificar. La señora en cuestión es la madre de Salomé y mujer de Herodes Felipe, hermano del Rey. Este último, en una visita a casa de su hermano, habría sido fulminado por la belleza de su cuñada. Desencadenándose, una vez que fue correspondido, la pasión y la posterior tragedia. Herodías tenía a Juan Bautista como blanco directo a eliminar, no así Antipas, que recusaba tomar medida extrema con el futuro Santo. Surge, entonces, la oportunidad: La Danza de Salomé en el banquete de cumpleaños de Herodes Antipas.
La Danza
La imagino más o menos así:
Salomé, hija de Herodías que es la mujer de H. Felipe, hermano de Hérodes Antipas, acaba de terminar su danza ante este último y sus convidados, está exhausta por el esfuerzo físico que, al manifestarse en el hermoso cuerpo de la joven, más atracción causa en los hombres que la observan. Ella, adolescente aun, no es de todo consciente del poder de su cuerpo femenino, pensando, inocentemente que la gracia de su danza es la exclusiva causa de tanto alboroto; no sabe, o todavía no quiere aceptar que su cuerpo despierta el deseo en Antipas y en sus invitados. También no comprende el ofrecimiento del Rey: “Pídeme lo que quieras que yo de lo daré” y queda más confundida cuando, por lo que ella estima una simple danza, Antipas promete: Te daré todo lo que me pidas, incluso la mitad de mi reino”. Atónita, Salomé corre a su madre y le pregunta: “Madre. ¿Qué he de pedir? Hay tantas preguntas que quisiera formular, pero calla, tiene miedo. No tiene la cabal comprensión de lo que sucede. Más lo intuye. La adolescente ha descubierto, en este espacio público, el poder de su cuerpo y vive un sentimiento contradictorio, entre la vanidad y el temor. En una duración de tiempo extremadamente fugaz y acotado de una danza vislumbra el poder sexual de su cuerpo. Cuando Herodías le da su respuesta, Salomé, ya no es y nunca más será la misma.
La lectura que desenvuelve y refuerza el aspecto marcadamente erótico o sensual surge precisamente allí, en esos dos ofrecimientos de H. Antipas. El Rey ofrece dar lo que Salomé le solicite, “incluso la mitad de mi reino”, ¿A cambio de qué? Parece una pregunta ingenua, dado el reconocimiento, “a partir de la Edad Media”, del cuerpo femenino, de la mujer, como vehículo de la tentación y del pecado. Implícita y paralelamente se concibe el control de la tentación como un campo exclusivo de ascendiente patriarcal que se concretiza en la subyugación del cuerpo femenino.
CAPITULO III
El retrato
Desconozco si habrá sido encomendado, específicamente, un retrato de Salomé a Lucas Cranach, o, si fue él quien optó por reducir el relato bíblico a un retrato. En realidad poco importa después de la muerte del autor decretada por R. Barthes.
Lo concreto es que Cranach no utiliza una serie de imágenes secuenciales inmóviles como lo hicieron otros pintores para representar el relato bíblico. Tampoco aborda un supuesto momento o instante, calificado como decisivo, para la comprensión de todo el acontecimiento.
El tema retrato, no hay que olvidar, era considerado un tema menor en las discusiones disciplinarias de los pintores. El retrato suspende, contorna o congela la resolución de algunos problemas propios de la disciplina pictórica concentrando todo en el personaje retratado. Mencioné una problemática de la pintura. Exactamente, la representación de una cualidad o sensación. Otras son, por ejemplo, la representación del espacio, otra: la representación de la temporalidad, más una: representación del movimiento. Probablemente por esto el retrato se consideraba un tema menor, las exigencias para crear una ficción pictórica y, en consecuencia, problematizar aspectos concretamente disciplinares no son tan evidentes como en otros temas de la pintura. Lo relevante de esta opción – el retrato – es, por un lado, evitar la problematización, y por otro, conceder a la tematización un sitial de primacía. Así siendo, la tematización, obliga – por decirlo de una manera un tanto autoritaria – a focalizar la mirada y las eventuales lecturas en todo aquello que tiene que ver con los dos personajes retratados en el cuadro.
Declaro: El retrato de Salomé de Lisboa es la puesta en imagen de la más mínima expresión de lo narrado, y lo veo – lo digo con toda sinceridad aun cuando pueda parecer contradictorio o paradójico –, como la máxima y la más potente tematización posible del acontecimiento bíblico y sus eventuales interpretaciones. Todo se reduce y se juega en el retrato de la joven y el retrato de la cabeza decapitada del santo.
Salomé
Salomé es representada por una joven de medio cuerpo que mira hacia la izquierda del espectador. Del punto de vista de la figura, es evidente que mira hacia el exterior derecho del espacio que ocupa. Apunta su mirada hacia fuera del cuadro. Lo que mira, sea, objeto, persona o simplemente el horizonte, escapa del espacio representado. No es posible saber si está sentada o de pie. Su rostro se presenta en tres cuartos, es decir, ni de frente ni de perfil. Es la tradición ejecutada con toda propiedad. Si no fuera por la presencia de la cabeza decapitada, se estaría frente a un retrato de una cualquier dama de la época.
Es la cabeza decapitada de Juan la que le confiere y fija, para un siempre absoluto, la identidad del personaje femenino retratado. Lo mismo ocurre con la figura femenina en relación con la cabeza decapitada. Hay una relación de reciprocidad: “Soy Salomé por sostener una cabeza decapitada – sin la presencia de una espada – en un plato”. “Soy Juan Bautista por mi cabeza estar en una bandeja que sostiene una joven”. El asunto, la problemática representativa del evento, podría quedar por aquí, sin embargo, hay discursos que procuran difundir perspectivas doctrinales que atribuyen cualidades a uno y otro retrato
“… (en la perversidad evidente que transmite la mirada de la doncella, desviada de la nuestra, y en la agonía de la mirada muerta de Juan, coincidiendo con la nuestra…)”
Salomé, es verdad, no nos mira, pero inferir que desvía la mirada parece excesivo. Los pintores sabían – y saben – como insinuar en una imagen una actitud, un desvío de la mirada. Basta figurar una articulación corporal, una postura diferente entre las partes del cuerpo. Con esa estrategia se guía la mirada y, paralelamente, la comprensión del espectador. Un ejemplo. La pintura de Salomé de Caravaggio que se encuentra en Madrid. La posición de la cabeza de Salomé no replica la de su cuerpo. Las iris y pupilas de sus ojos no están centradas, están en los vértices derechos de sus ojos. Hay, sin duda alguna, la figuración de una actitud que puede interpretarse como: “desvío de la mirada”. Salomé de Lisboa es, no hay que olvidar, un retrato y como tal se comporta, no hay expresión, no hay cualquier gesto que implique una relación con algún acontecimiento. Ojos, cabeza, hombros, torso, todo su cuerpo está dirigido, monolíticamente, en una sola dirección. Es de tal orden esta simetría entre las partes del cuerpo y sus órganos que resulta dudoso que este cuerpo, mejor dicho, que este bloque compacto aquí representado, haya podido realizar la danza que se le atribuye.
La mirada. Observo su mirada perdida en un hipotético horizonte fuera del espacio de representación. Miro el espacio obscuro que la rodea, en donde no hay referencias a nada. Veo solo la presencia de esa masa obscura que la envuelve y la luz que alumbra su rostro y la del santo. Luz representada que ilumina la escena para poder ser vista. Entonces, me embarga un pensamiento que aventuro a escribir en el computador: Salomé de Lisboa mira, pero no ve. Sus ojos desmesuradamente bien abiertos nada ven.
“Pero esa perversidad es insinuada a través de la propia Belleza que (en su cuerpo, gesto y rostro, o más todavía en su vestuario suntuoso) la joven materializa.”
Salomé: “viste a la moda del siglo XVI. Traje de terciopelo negro y manto brocado, delineado con parte de piel de marta que cubre la cabeza”. Es lo que está escrito en la ficha del Museo. El reconocimiento de estas texturas – terciopelo, manto brocado, piel de marta – se debe a un verdadero alarde de técnica pictórica, cuya fantástica ilusión ha permitido ver cualidades tan disimiles. Extraordinario manejo de competencias prácticas disciplinares, sin embargo, ni el esmero descriptivo por la técnica pictórica ni la riqueza de las vestimentas explican, por su sola evidencia, la perversidad de la joven. La perversidad debe manifestarse, primero, en alguna expresión, gesto, o actitud de la joven. Pero nada de ello se encuentra en esta imagen de Salomé. Las vestimentas, por otro lado, deberían operar como una redundancia de esa característica atribuida a la adolescente. Es decir, deberían ser vestidas perversamente.
El traje de terciopelo negro, como también el resto de las vestimentas, cubre prácticamente la totalidad de la piel de la joven. La desnudez de la piel es sólo visible en la mano izquierda, en el rostro, parte del cuello y del tórax. El vestuario, en esta imagen, diría que no tiene como función realzar la presencia de un cuerpo “perverso” o de una anatomía que indique alguna otra connotación erótica o sensual. Todo parece indicar que lo que se pretende es ocultar, es apagar, cualquier rastro de la corporalidad de la adolescente. No hay rastros, señales, gestos, que indiquen la palpitante actividad que la adolescente realizó con su cuerpo. La humanidad de su cuerpo joven es suprimida por la magnífica descripción técnica de sus vestimentas. Las ropas son vestidas perversamente cuando hay conciencia de la sensualidad que un cuerpo contiene. Afirmo que Salomé de Lisboa es disfrazada – gracias al alarde técnico del pintor en las descripciones del suntuoso ropaje – de mujer adulta. De tener conciencia del poder sexual y del conocimiento del uso de las vestimentas y de las joyas en los procesos de seducción. Saber propio de una mujer como Herodías, como Judith, pero no de una adolescente como Salomé.
Para mí, la rica indumentaria vestida por Salomé es un disfraz que anula la humanidad de su cuerpo joven. El disfraz fija al personaje, a través de una operación de indicación irreductible, en un determinado papel y función. Pero, en ese supremo intento por figurar un solo y exclusivo carácter, cae, el disfraz, en el peligroso terreno del exagero, basta una caracterización desmedida para entrar en el territorio de lo grotesco. Por eso la cuidada y pormenorizada descripción técnica. La simulación notable de las texturas de las vestimentas camufla lo desmedido, la impropiedad, y la improbabilidad de Salomé de Lisboa tener conciencia del poder de su cuerpo para provocar el deseo en Herodes Antipas.
La mano
La maravillosa piel de marta que cubre sus hombros rompe la continuidad visual entre la cabeza y el resto del cuerpo. De este modo, es imposible constatar, visualmente, la continuidad efectiva de sus articulaciones entre las diferentes partes del cuerpo. La piel de marta interrumpe, de modo deliberado – no tengo dudas –, la visión de los acoplamientos sucesivos que van del hombro, pasando por el brazo, el antebrazo, hasta acabar en la mano izquierda de Salomé. – Atención: en pintura, todo surge de lo que se ve –. Las únicas articulaciones, más o menos evidentes, que se observan en la imagen, son la de ambos codos, muy poco para hacer creer que este personaje danzó y cautivó, perversamente, con sus movimientos. De toda la rica demostración de un dominio técnico, sobre la compleja coordinación del movimiento corporal en la danza, no queda prácticamente nada. El codo izquierdo figura un ángulo de noventa grados, indicando su simple función articular – Clic, Clac –, es un movimiento autónomo, funcional, maquinal e independente que se efectúa por si propio – Clic, Clac –. Bajo el disfraz que viste la joven no se tiene una noción de cuerpo, en un sentido integral e interrelacionado, fue técnicamente, exhaustivamente, a través de una preciosa técnica pictórica, minuciosa y detallada en los pormenores de las vestimentas, desnudado de toda su humanidad y convertido en un simple mecanismo – Clic, Clac –. Tengo, la impresión peregrina, de ver el brazo y la mano surgir directamente de esa absoluta obscuridad – No del cuerpo de Salomé –, a modo de los saltimbanquis de ferias medievales, que parodian personajes con cuatro brazos. Bizarra manera de sujetar una bandeja con el dedo indicador y medio. De repente, se ilumina una rotunda certeza: La mano de Salomé no segura el plato, ha sido colocado, fijado, empotrado, entre sus dedos indicador y medio. Más que una mano es una prótesis, un sustituto artificial cuya eficacia simple y mecánica sostiene banalmente la bandeja con la cabeza decapitada. Clic, Clac.
La cabeza decapitada de Juan
La cabeza de Juan es un retrato diferente. Se desvía de las normas disciplinares que apuntan para una máxima contención. En el rostro del santo se observan señales gestuales posibles de asociar a la narrativa del relato, a sus comentarios, o lecturas de este. Por su semblante pasa una intención discursiva. La relación entre los ojos, la nariz, las cejas y la boca se organizan, entonces, en función de ese imperativo para generar una expresividad que sobrepasa, supera, y anula la prioridad de identificación de un sujeto único que supone el retrato. La individualidad se desdibuja, por y en, la expresión que se reconoce en el rostro del santo. La expresión, la expresividad, en el rostro de Juan es la visualización de la demanda de poder de esa intención discursiva.
Leo: “Durante los siglos XIV e XV, la bandeja con la cabeza de San J. Bautista se había transformado en una imagen independiente de devoción (Andachtsbild) muy popular, especialmente en los países del norte; se había separado da representación de la historia de Salomé.” Panofsky, otra vez.
El plato, o bandeja, ya no es una simple bandeja o plato, pasa a ser el cuerpo para esta cabeza. Es un marco de una otra imagen, es una moldura que aísla la cabeza decapitada de su relato original para incorporarla a otra narración. Sufre, una segunda decapitación. La brutalidad y simpleza visual de una cabeza decapitada abre la posibilidad a esa independización, generando, un esquema imaginario de fácil reconocimiento y devoción. La cabeza decapitada es restituida a un cuerpo doctrinal que requiere ejemplos de sufrimiento, dolor, sometimiento, angustia, tortura, padecimiento, veneración, adhesión, piedad, fervor, capitulación, …
Salomé de Lisboa es un mero mecanismo – Clic, Clac – la simple presentación de las partes constituyentes de una maquina y cuya función no esta vinculada ni condicionada por el carácter o clase de las partes – Clic, Clac – ni por las finalidades de un determinado discurso – Clic, Clac –.
Salomé de Lisboa, y esa es su magnífica virtud, no permite, no cede, no admite, no viabiliza, en fin, no hace eco, de discursos de Poder. Su resistencia es total.
CAPITULO IV
Salomé de Budapest
Hay otro trabajo de Cranach, cuyo tema es Salomé, que no puedo dejar de narrar en esta platica: La Salomé de Budapest.
Es una bellísima joven la que sostiene el plato y digo “sostiene” porque no hay duda visual en esta acción. Repara que el borde del plato, o bandeja, esta entre el dedo pulgar e indicador, permitiendo, sin la más mínima duda, la necesaria presión de los dos dedos para tal sujeción. Bien diferente del “empotramiento” de la bandeja en Salomé de Lisboa entre sus dedos indicador y medio. La reconozco como “bellísima” no por un simple capricho de gusto. Es bella porque es joven. Dolorosamente joven. Cranach la pinta alrededor de veinte años después de la de Lisboa. Y ese espacio temporal implica toda una diferencia. Es bella, no por ser bonita, es bellísima por su juventud, por su cuerpo tenso y saludable, por la limpidez de su cutis, por la firmeza de su piel y carnes aún inocentes y ajenas a la decrepitud futura.

Salomé con la cabeza de Juan el Bautista, 1530. Lucas Cranach en Viejo, 87x58cm.
Su mirada, no es la mirada extraviada de Salomé de Lisboa que nada ve. Esta joven nos mira, asume su papel calmamente. No hay ofensa o soberbia en su mirar. Permite calificar su rostro como expresivo e inexpreso a la vez. Tiene, esta representación, un pausado, calmo y constante fluir de indicios que la vinculan al acontecimiento bíblico. No obstante, se limita a estar concentrada en su pose, tal vez, en sí misma, en su interior, el cual se expresa en su máxima visibilidad exterior: Su rostro, sus vestimentas, su dolorosa belleza.
Si en la Salomé de Lisboa oía, ese Clic, Clac, autorreferente y autónomo, satisfecho en su mecanicidad infinitamente repetida. En esta imagen identifico la figuración de un instrumento, es decir, todo aquello que sirve para ejecutar un determinado trabajo. Su valor instrumental radica en la plasticidad funcional para adaptarse a los requerimientos de la acción y a los resultados de su utilización. Es una imagen instrumental que tolera y acepta la circulación de alguna idea o doctrina, en fin, cualquier manifestación del Poder.
Obra instrumental, inteligentemente representada en el uso de una técnica y saber cromático que se despliega y materializa en un sutil juego de armonías sucesivas, cuya finalidad, no es otra que evidenciar el flujo de esa funcionalidad, de esa instrumentalización que arrastra, a los personajes y a la naturaleza, en una danza eternamente entrelazada y cíclica.
Un comienzo posible:
La cabeza decapitada de Juan remite para la circularidad del plato, que es su soporte, su marco y su cuerpo. La continuidad y perpetuidad de esa prisión se interrumpe por las manos de la joven, que toman y aseguran la bandeja, estableciendo un puente cromático entre el color de la tez de la cabeza, el color de las manos y el color del tejido brocado. Hay una notable correspondencia cromática entre estos tres elementos, en los cuales, se usan variaciones tonales de un castaño dorado. Este color se repite, intermitentemente, rítmicamente, en el brazo, para después continuar en las riquísimas joyas que engalanan el pecho de la joven. De ahí, sube el flujo por la gargantilla hasta la cabeza, cuyos cabellos están ocultos por el tejido brocado. El elegante sombrero de Salomé es de un color obscuro, cuyo tono cálido remite a la misma familia cromática. La propia forma del sombrero ayuda a multiplicar la sensación de circulación. Desciende el flujo, haciendo el trayecto inverso, hasta el pecho de la joven para, de ahí, del corazón de Salomé, saltar hacia la naturaleza, fielmente representada por el paisaje otoñal del primer plano que la ventana deja ver. Está representado un camino que sube a las montañas hasta un palacio, donde las variaciones tonales tienden a colores más fríos sin perder, sin embargo, sus cualidades de origen, produciéndose de este modo, un contrapunto rítmico con la frialdad manifiesta de las aguas azules del lago, con las montañas, que a lo lejos, destacan sus picos aparentemente nevados y con una franja azul en la zona intermedia del cielo. Estos tres colores fríos, secuencialmente, indican una posible dirección al flujo. El cielo comienza en el horizonte con un amarillo muy diluido y pálido que en su ascensión se irá modificando hasta llegar al azul indicado. En esa altura se inicia una turbulenta transformación del cielo que alcanzará, en la parte superior, una obscuridad nocturna, de tal manera que el extremo superior del cielo se confundirá con el color del fondo que envuelve la figura de Salomé, produciéndose, un fluido pasaje entre el cielo y el fondo de la habitación. La ventana, aparentemente, en su extremidad superior dejó de existir. El color del fondo, de una obscuridad cerrada, apenas deja ver la continuidad de los brazos de la joven en cuanto estos son vestidos por un tejido negro que, rítmicamente, desciende hasta el antebrazo para enterrarse, después, en la obscura cavidad de la boca entreabierta de la cabeza decapitada, y así, permitir el reinicio del ciclo.
Esta circulación tiene, en el sombrero de la joven, un evidente eco que reproduce el fluir de la instrumentalización. Ornamentado cuidadosamente, a intervalos regulares, por plumas del mismo color. El sombrero repite, cual efecto de resonancia, el fluir, la circulación, que comenzaba en la cabeza decapitada, pasando por el cuerpo joven y bello de Salomé, continuando en la decadencia cíclica y natural del otoño para, finalmente, sucumbir en la más absoluta obscuridad que será suspendida por las manos de la joven que sostiene la bandeja con la cabeza decapitada del santo.
Fantástica e instrumental representación de Salomé. Esta imagen puede sostener, no solo la cabeza decapitada del santo, como también la interpretación de su inocencia o de su culpabilidad. Basta saberla instrumentalizar.
EPÍLOGO
Sí, es algo que tengo pendiente. La compra de una postal de Salomé de Budapest en el lugar propio. De regreso ocuparía un lugar junto a Salomé de Lisboa.
Hoy, este relato de un tiempo pasado lo haría de otro modo. Introduciría aspectos indirectos, fragmentarios, pero intensamente vividos. Introduciría frases que resolverían mucho mejor todo el sentido. Mudaba la “precipitación en la dispersión” por alguna frase de Bolaño. No, no te la puedo leer porque no se en donde está escrita. O, al abordar la problemática de la adolescente, bastaría tararear musicalmente: “nos hablaron una vez cuando niños” de E. Gatti. Estamos en la hora, Ok, desligar, entonces, el Zoom. Prontamente aparecerá la enfermera, que no siempre es la misma. Es impresionante la cantidad de personal que tienen aquí. Me tratará, o por Sr. Baeza o Don Oscar, y, haciendo uso de un profesionalismo extremo me dirá, con toda la delicadeza y la ternura que hay en este mundo: “Está en la hora de tomar sus medicamentos”.
Centro de Meditação Clandestino, Tras-os-Montes e Alto Douro, Portugal, Novembro de 2024.
PRESENTACIÓN VÍA ZOOM - mayo 17 del 2025
Presentación extendida de "Salomé de Lisboa"
Por Roberto Farriol Gispert
En Salomé de Lisboa, el artista y pintor Oscar Baeza Pinto comparte una reflexión visual y teórica construida desde la experiencia personal frente a una pintura de Lucas Cranach el Viejo, observada repetidamente en el Museo Nacional de Arte Antiga de Lisboa. El texto, escrito desde Portugal, es una deriva ensayística que entrelaza historia del arte, crítica pictórica, teología, teoría visual y experiencia estética. No parte de certezas, sino de un estremecimiento: la impresión de que la imagen de Salomé en el cuadro no se corresponde con la frase bíblica atribuida a su figura. Esa disonancia entre el texto y la imagen desencadena una búsqueda que no aspira a resolver el conflicto, sino a pensarlo.
Los lectores son conducidos a través de un relato envolvente en el que se mezclan memorias, visitas al museo, referencias teóricas, escenas bíblicas y análisis pictóricos. La primera tensión que plantea el texto es aquella entre la palabra y la imagen. Inspirado en Michel Foucault, Baeza pone en cuestión la idea de que las imágenes deben ilustrar discursos. En cambio, defiende que existen formas visuales que resisten ser leídas desde códigos establecidos. La pintura de Salomé, lejos de confirmar el relato bíblico, parece negarse a participar de él.
El ensayo avanza cuestionando el modo en que la historia del arte ha intentado representar cualidades abstractas —como la lascivia, la virtud, la malicia— a través de figuras, objetos y símbolos. Con referencias a Erwin Panofsky y Cesare Ripa, Baeza problematiza la alegoría como estrategia de significación. La pintura de Cranach, sostiene, no contiene los atributos iconográficos que permitan identificar a Salomé como la figura lasciva o fatal que muchos discursos le atribuyen. Más bien, lo que se observa es una joven neutra, sin expresión dramática, sin mirada activa. Su cuerpo aparece oculto por un vestuario suntuoso que, en vez de revelar, oculta; en vez de cargar de sentido, silencia.
Al leer estas capas de sentido —o de vacío— en la imagen, el autor se detiene largamente en la materialidad del retrato. Observa cómo el tratamiento técnico del ropaje, la piel de marta, los pliegues del terciopelo y el encuadre neutralizan cualquier gesto de humanidad o de subjetividad. La joven que sostiene la cabeza de Juan Bautista no parece consciente del acto que ejecuta. Ni siquiera sostiene con fuerza el plato: la mano es descrita como una prótesis, un mecanismo sin intención. El gesto no es dramático, ni sensual, ni ritual: es casi automático. Este detalle lleva al autor a comparar su movimiento con el de una máquina: “Clic, clac”.
En contraposición, la cabeza decapitada de Juan aparece cargada de expresión. El rostro del santo conserva un gesto que comunica, que interpela. Se produce así un desplazamiento radical: la supuesta víctima transmite más vida que la victimaria. Mientras Salomé permanece congelada, el mártir conserva una suerte de agencia simbólica. Baeza recuerda que en la tradición del arte sacro nórdico, la imagen de la cabeza de Juan Bautista se independizó como objeto de devoción, separándose del relato narrativo original. En esa tradición, la cabeza misma se transforma en icono, en relicario, en mensaje. La pintura que contempla, entonces, parece continuar esa línea. La cabeza habla; Salomé calla.
Esta inversión de roles es clave para la lectura crítica que propone el ensayo. No hay en Salomé provocación, ni deseo, ni poder. Hay mutismo. El texto plantea así una reflexión mayor sobre la construcción simbólica de lo femenino en el arte y la religión. Frente a la tradición que ha representado a Salomé como arquetipo de la tentación y la perdición —una suerte de antecesora de la femme fatale—, la imagen de Cranach aparece como un gesto de resistencia. No porque contradiga frontalmente esa tradición, sino porque no colabora con ella. Baeza sugiere que esta pintura no sostiene un discurso de poder: lo absorbe, lo neutraliza, lo diluye.
A lo largo del ensayo, los lectores encuentran también una serie de digresiones sobre la dificultad de representar visualmente sensaciones o cualidades. A través de ejemplos de historia del arte, Baeza demuestra que es más fácil codificar objetos —una espada, una corona, un libro— que traducir a imagen conceptos como la lujuria, el sufrimiento o la vanidad. Esa imposibilidad abre un campo fértil para la ambigüedad. En el caso de Salomé, el intento de fijar un significado tropieza con una imagen que parece no significar nada en particular. Esa vacuidad, sin embargo, no empobrece la obra: la potencia. La imagen no explica; sugiere. No representa; descoloca.
En las últimas secciones del texto, el autor introduce una segunda pintura de Cranach sobre el mismo tema: la llamada Salomé de Budapest. Allí, la joven aparece con una actitud distinta. Mira al espectador, sostiene firmemente el plato con la cabeza de Juan, y su cuerpo transmite una belleza evidente. La armonía cromática entre sus manos, sus ropajes y el entorno natural refuerza una idea de circulación de sentidos. Esta segunda Salomé parece participar de una lógica instrumental: puede ser leída, usada, interpretada. A diferencia de la Salomé de Lisboa, que rechaza toda captura, esta imagen se presta a la interpretación.
La comparación entre ambas imágenes permite reforzar la tesis central del ensayo. Lo que hace excepcional a la Salomé de Lisboa es precisamente su negativa a ser útil, su negativa a funcionar como una imagen alegórica, narrativa o moralizante. Su silencio no es vacío; es resistencia. Es una imagen que no puede sostener ningún discurso de autoridad, que no coopera con el espectador, que desarma toda pretensión de claridad. Para Baeza, esa es su mayor virtud.
En los fragmentos finales, el texto adquiere un tono más íntimo, casi confesional. Aparecen menciones a una biblioteca, a una librería en Lisboa, a una postal comprada en el museo. La voz del autor se vuelve más directa, más frágil, como si quisiera compartir no solo una reflexión, sino una experiencia afectiva, un vínculo vivido con la imagen. Esa dimensión subjetiva no debilita el ensayo: lo enriquece. La teoría y la emoción conviven en un mismo plano.
Salomé de Lisboa no es un tratado ni una monografía. Es un texto híbrido, a medio camino entre el ensayo, la carta, la crónica y el poema. Su lenguaje es visual, sensible, argumentado y literario. Se trata de una lectura que desestabiliza, que incomoda, que desafía los automatismos de la interpretación. No entrega respuestas, pero propone nuevas preguntas: ¿Qué vemos cuando miramos una imagen? ¿Cuánto de lo que creemos ver ha sido aprendido, impuesto, transmitido? ¿Puede una pintura hablar sin decir? ¿Puede una figura callar y, en ese silencio, resistir?
Desde Espacio Común Sur, este lanzamiento busca no solo difundir el texto, sino abrir un espacio de reflexión sobre la imagen como zona de conflicto, de posibilidad, de resistencia. Quienes lean este ensayo no encontrarán una historia lineal ni una lectura ortodoxa, sino una invitación a perderse, a detenerse ante una imagen, a contemplarla sin buscar apresuradamente su sentido. En un mundo saturado de imágenes que gritan, Salomé de Lisboa es una que calla.
Comments